Durante el trayecto miraba fijamente por la ventanilla, me encantaba observar la diferencia de paisaje desde la salida de Barcelona hasta el pueblo. Cuando salía de Barcelona la contaminación era bárbara, veías una capa gris apoderándose de un cielo, unos días claro y otros nublado, hasta sentías un olor especial, de fabricas, vertederos y combustible de los cientos de miles de coches que cada día recorrían aquellas carreteras para ir al trabajo.
Cuando llegamos a Lérida, el frió era aterrador, estábamos a unos dos grados y las manos se nos enrojecían y dolían del frió que hacía. Entramos en un café mientras esperábamos la hora y media que había de tiempo entre un autocar y el próximo que teníamos que coger. Era otra ciudad, mucho más pequeña pero otra ciudad. Yo detestaba cada día más la ciudad, me acordaba de pequeña que estaba muchas temporadas con mi tía Pilar, la hermana de mi padre en un pueblo de Tarragona en Villalba de los Arcos, allí disfrutaba como una enana, jugaba en la calle, corría por la plaza y disfrutaba de todas esas cosas que en un ciudad son imposibles, ni tan siquiera teníamos un pequeño parque para bajar a jugar. Siempre estábamos metidos o en el colegio o en casa, entonces mi madre se tenía que volver loca, éramos siete hermanos y solo nos llevábamos un año entre nosotros.
En los Monegros, que según la leyenda su nombre viene de Monte Negro por la gran extensión de pino y sabinas que había en aquella época, un animal podía cruzar la Península Ibérica sin tocar suelo. Ahora es todo lo contrario, prácticamente han desaparecido las sabinas y los pinos se cuentan en grupitos reducidos que parecen pequeñas manchas en el centro de un desierto que cada vez más está dejando un paisaje desolador.
Tan solo pasábamos por cuatro pueblos desde Lérida hasta La Almolda, pero eran los auténticos pueblos, pequeños, con casas rusticas de gruesas paredes, calles estrechas y balcones con flores y alguna que otra abuelita mirando por entre el visillo de la ventana para ver quien era el que pasaba. Los días, daba la impresión que se paraba el reloj corría más despacio, lentamente, sin prisa. Allí en el pueblo los días se alargaban más de lo que uno se puede imaginar, y no por la luz del sol, o por que fuera verano o invierno, simplemente era como viajar a un lugar de sueños, un lugar donde la vida se valora, se vive.
Al llegar al pueblo teníamos que subir la calle San Antonio para llegar a casa de mi tía Águeda. Mi tía era soltera, me contaron una vez que se había enamorado de un hombre, pero lo mataron en la guerra, y jamás se volvió a enamorar. Mi tía se alegraba mucho de vernos, nos quería mucho y también nos renegaba, imaginar a siete niños en una casa que durante gran parte del año solo estaba habitada por dos personas, y de repente aparecen siete chiquillos, pequeños, traviesos y con ganas de todo. Mi tía encendía la estufa de leña y a parte tenía un brasero que ponía debajo de las faldas de la mesa de la cocina, a mi me daba bastante miedo, creía que algún día íbamos a meter nuestros pies y nos íbamos a quemar, pero eso jamás pasó.
La casa era como un palacio, tenía tres pisos, entrabas a un gran patio, con el suelo de piedra pulida que mi tía cada día de rodillas pasaba un paño para que luciera el brillo, en la planta baja había la cocina con su masedería como le llaman, era una habitación pequeña en la que se guardaba la comida, el vino, el aceite y utensilios para cocinar. Yo me iba a un cuartito pequeño que tenían dentro de un lugar que en su época fue tienda, vendían toda clase de legumbres, azúcar, y otras cosas, allí me quedaba mirando por la ventana que se iba apoderando de la escarcha, hacía mucho frió, el ambiente era como de nieve, una pequeña niebla paseaba por las calles, anunciándote que había llegado el invierno, un invierno largo y frió, algunos años caían esos pequeños copos de nieve que tanta ilusión nos hacía ver y tocar.
Lois Tarranco
2 opiniones en “Recuerdos de niñez por Lois Tarranco”